9 de febrero de 2013

Terapeutas diminutos.

Cabizbaja. Con la larga melena morena y ondulada ocultando su rostro al mundo. Arrastra los pies por las aceras irregulares de la ciudad, desgastando más rápidamente las suelas de esas deportivas tan cómodas que la llevan a todas partes. Le pega una patada a una lata vacía. Por frustración. Por cabreo. Por rabia. Por ira. Por enfado. Por aguantar que no caiga ninguna lágrima. No en público. No ahora. No. Hunde más la cabeza. Más oscuridad. Más. Se pone la capucha cuando ve alguna aglomeración de gente. Así. Mejor. Se pone los auriculares. No busca ninguna canción en concreto, solo busca no escuchar sus propios pensamientos. Volumen máximo. Ya está. Aislada del mundo. De todo. Se sumerge entre las notas, los acordes, las voces extremadamente diferentes que se pasean por distintos estilos musicales. Así se distrae más.

Se sienta en un banco. A esperar. ¿A qué? Ni ella lo sabe.

Se pasa las manos por la cara de abajo hacia arriba. Al llegar a la frente, arrastra la capucha hacia atrás y deja al descubierto el pelo. Mira al frente. Una pared llena de pintadas. ¿Cómo no? Declaraciones guerra y amor. Promesas de hace años que quizás se rompieron pero quedarán ahí para el recuerdo hasta que alguien venga y lo borre de un brochazo. Mierda. Está pensando.

Continúa su camino a ninguna parte con la capucha como antes. Decide coger un autobús a vete tú a saber dónde. En la parada hay gente, pero le da igual. Se siente bien oculta entre las sombras que le causan su pelo, por eso le gusta llevarlo largo. Nadie puede mirarle a la cara, así si no conseguía contener alguna lágrima, no importaba. PODÍA. Para su sorpresa, una niña se le acerca. La única que sí que puede verle la cara. Le tira de la sudadera para llamar su atención. Y aunque a desgana, se quita un auricular para escucharla.

¿Por qué lloras, chica triste?

~No estoy llorando.

Está mal mentir. Mamá dice que no se debe mentir.

La chica la mira con dulzura y se sienta a su lado.

~¿De verdad quieres saberlo?

Sí, sino no te hubiese preguntado.

Vaya, aquella pequeña criatura le logra sacar una sonrisa. Y le cuenta por qué está así, alicaída, desganada, sin querer saber nada del mundo. Sus 7 curiosos e inocentes años hacen que pregunte.

¿Por qué lo mayores siempre sufrís por eso?

~Porque al fin y al cabo, da algo de sentido a la vida.

¿Y crees que merece la pena? Digo, que si aún no te ha dicho nada, no tienes por qué estar triste, ¿no? Ya tendrás tiempo si te dice que no puede estar contigo.

~Supongo que tienes razón. Pero aún así me encuentro mal, me espero lo peor.

Mejor. Así si te dice que luchará por ti te llevas una alegría, y si no, ya lo tendrás asimilado. 

¿Qué sabrá esta niña de amor? Apenas a empezado a vivir y ya me ha dado una lección. Piensa.

Solo puede sonreírle, y le pasa los dedos un poco por el flequillo despeinado por el viento.

~Gracias.

¿Por qué?

~Por hacerme ver cosas que un adulto jamás podría hacerme ver.

A veces los niños somos psicólogos atrapados en cuerpos diminutos. Menos yo, que ya soy mayor.

Consigue arrancarle una carcajada. Y ella, tan renovada, se quita una pulsera y se la coloca en su fina muñeca.

¿Para mí?

~Claro. Ahora somos amigas. ¿Podrás guardar mi secreto?

Sí. Lo prometo.

Quizás no la volvería a ver nunca, pero sabe que no se arrepiente de lo que ha hecho. Y esa sonrisa en la cara de la niña jugueteando con la pulsera de su nueva amiga, la chica triste, no tiene precio.






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