2 de diciembre de 2013

Pienso y escupo.

Me encanta leer a esos pequeños artistas urbanos (bloggers o simplemente personas que escupen sentimientos rotos por la boca) que ni sus padres saben que escriben y que sus palabras deberían retumbar en las mentes de casi todas las personas. Son grandes siendo prácticamente invisibles. Y a partir de ellos, esas despreciables sanguijuelas lingüísticas, han estropeado el arte de expresarse. A todo esto, que mi cerebro comienza a maquinar algo tal que así:

Qué desperdicio de educación que nos han dado nuestros padres y profesores. Toda una vida de sudor y correcciones con bolígrafo rojo. Tantas horas para meter en nuestra cabeza que se folla a un hombre o a una mujer, no a la distancia ni los miedos; que se cose la tela, no los corazones; que se fuman los cigarros o los porros, no las sonrisas; que se desatan los nudos de un cabo, no los enredos mentales; que se atraca en los puertos, no en un bar de mala muerte; que las sonrisas no se roban, se provocan; que a los meses no se les saluda ni se les despide ni se les pide que se porten bien, que solo solo un conjunto de días del calendario y sería como decirle a una piedra que rompa nuestros esquemas. Es una locura. Y todo por culpa de las metáforas, los símiles y el exceso de los mismos. Lo cierto, es que como con esto, pasa con todo. Nos conceden algo pequeño y extraordinario, y nosotros, como auténticos borregos lo damos de sí, lo exprimimos hasta tal punto que nos dé asco una frase tan bonita como: Grábame a fuego tu nombre en mi corazón a base de besos durante las frías madrugadas de invierno. Es entonces cuando empezamos a plantearnos otras cuestiones como: ¿Se puede poner cachondo un corazón? Pero eso, amigos, es tema de otro post.

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