29 de septiembre de 2014

Explosión.

¿Nunca habéis tenido la necesidad imperiosa de gritar?

Gritar tan fuerte que notes como sale tu alma por la boca. Gritar sin motivo. Con los brazos extendidos en cruz. Mirando al cielo. Gritarle al viento. Gritar hasta quedarte sin aire que soltar. Explotar. Y desplomarte sobre tus rodillas en ese mismo sitio. Como si no tuvieras un esqueleto que te dé forma, ni una musculatura que lo mantenga recto. Como si fueses un hielo al que acaban de apuntar con un secador de pelo durante el minuto que ha durado el grito y ahora no eres más que un charco a punto de evaporarse. Creer que todo lo que te ha salido de dentro eran tus demonios que tensaban tus nervios, y a cada disgusto, cada complicación en los estudios o en el trabajo, cada problema económico, cada decepción de un amigo, cada putada de un ex, cada monstruo que llevábamos comiéndonos de dentro hacia afuera, los iban alimentando. He aquí el por qué de gritar. Para hacer un agujero en el saco y podamos empezar de cero a cargar nuevos disgustos, nuevas complicaciones en los estudios o el trabajo, nuevos problemas económicos, nuevas decepciones de amigos, nuevas putadas de un ex, nuevos monstruos. Hasta la próxima vez que nos volvamos a llenar de ellos.

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